Dije adiós a cada ola, a la puesta de sol que compartí con el Principito y no hubo más que hablar. La arena por esta vez no quemó la planta de mis pies ni el sol caía a plomo sobre mis hombros. Era un hermoso atardecer con el horizonte teñido con la sangre de un sol vencido, gravemente herido por el flechador del cielo Ñuu Savi.
Una playa evocadora de los más hermosos recuerdos, lo menos que merecía era el agradecimiento por su color, el incansable repetirse de sus olas con la magia de su música y su nombre, obvio nombre que de tanto repetirlo pareciera que es mio.
Como fue alguna vez la playa de Wonsan, tengo la certeza de que ésta tampoco la volveré a ver; de la primera me separa la distancia física y ahora ideológica; de la actual hay una gran muralla que va creciendo y es el silencio. Me contento con haberla conocido, tener la dicha de que sus aguas mojaran mis pies desnudos, descalsos, descansados con su caricia.
Ciclos dicen, etapas quizá; pero lo real es que acabó la magia y puestos los pies en la realidad, habrá que buscar arroyos quizá, pequeños manantiales que den frescura a mi soledad e hidraten mi esperanza. Mas modesta la aspiración, los sueños más elementales y el vuelo a ras de piso.
Tomé en mis manos un puñado de arena y lo lancé al vientre del mar. Esparcido, diluido en esa inmensidad poco puede significar mas que darme la seguridad de que por la vida se va solo, siempre buscando a mi derecha una mano que estrechar y atento a esa necesidad, solo el vacío, la nada, el frío del viento solo. Aquí música, más adelante un saludo, a la vuelta de la vereda una compañía temporal, en contrasentido alguien conocido que agita su bandera en señal de despedida y al caer la noche, solo mi cuerpo cansado y el calor de las sábanas que me cubren. Así fue la despedida. No volví la mirada atrás, no tengo la estatura para hacerme acompañar por sirenas ni caballitos de mar ni llenar este vacío que me asalta, con agua salada. Vuelvo sin Gloria como escribió alguna vez Jaime Avilés, así fue. Aturdido por el viaje de 10 hrs., me encontré en la Central llevando a cuestas mi única compañía, una soledad aplastante, mi mochila al hombro y una urgencia enfermiza de no volver la vista a lo que iba dejando a mi paso. Si hubiera, ahora no deseo más primaveras, quiero seguir gozando los días lluviosos y nublados, fríos y con ventisca que me inviten a caminar interminablemente
Una playa evocadora de los más hermosos recuerdos, lo menos que merecía era el agradecimiento por su color, el incansable repetirse de sus olas con la magia de su música y su nombre, obvio nombre que de tanto repetirlo pareciera que es mio.
Como fue alguna vez la playa de Wonsan, tengo la certeza de que ésta tampoco la volveré a ver; de la primera me separa la distancia física y ahora ideológica; de la actual hay una gran muralla que va creciendo y es el silencio. Me contento con haberla conocido, tener la dicha de que sus aguas mojaran mis pies desnudos, descalsos, descansados con su caricia.
Ciclos dicen, etapas quizá; pero lo real es que acabó la magia y puestos los pies en la realidad, habrá que buscar arroyos quizá, pequeños manantiales que den frescura a mi soledad e hidraten mi esperanza. Mas modesta la aspiración, los sueños más elementales y el vuelo a ras de piso.
Tomé en mis manos un puñado de arena y lo lancé al vientre del mar. Esparcido, diluido en esa inmensidad poco puede significar mas que darme la seguridad de que por la vida se va solo, siempre buscando a mi derecha una mano que estrechar y atento a esa necesidad, solo el vacío, la nada, el frío del viento solo. Aquí música, más adelante un saludo, a la vuelta de la vereda una compañía temporal, en contrasentido alguien conocido que agita su bandera en señal de despedida y al caer la noche, solo mi cuerpo cansado y el calor de las sábanas que me cubren. Así fue la despedida. No volví la mirada atrás, no tengo la estatura para hacerme acompañar por sirenas ni caballitos de mar ni llenar este vacío que me asalta, con agua salada. Vuelvo sin Gloria como escribió alguna vez Jaime Avilés, así fue. Aturdido por el viaje de 10 hrs., me encontré en la Central llevando a cuestas mi única compañía, una soledad aplastante, mi mochila al hombro y una urgencia enfermiza de no volver la vista a lo que iba dejando a mi paso. Si hubiera, ahora no deseo más primaveras, quiero seguir gozando los días lluviosos y nublados, fríos y con ventisca que me inviten a caminar interminablemente
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