Recuerdo siempre el pasaje del Principito cuando cuenta de esa ocasión en que estando triste, vio infinidad de atardeceres, con solo mover su silla iba siguiendo al sol para verlo ponerse repetidas veces. Cuando estoy triste, escucho temas que me acaban de marchitar porque me evocan momentos de gran desesperanza. Son la Ginopedias de Satie o los Temas de Vangelis o alguna de las viejas y nuevas de Serrat, pero siempre, en ellos encuentro un fondo musical para encolarme en él y con la flacidez de la melancolía, y el suave vino de la nostalgia evocar bellos momento.
Pudiera ser 1976 cuando viajamos a Salto del Agua, a los pies del Izta. Caminando de Amecameca a este lugar en su amorosa compañía, cuando aún el engranaje de nuestra relación se asentaba poco a poco. El horizonte de la vida en pareja se abría amplio a nuestros ojos. La familia no tenía la riqueza de los hijos y nuestros cuerpos en su madurez ofrecían toda su energía y hallábamos sorpresas en cada encuentro.
Nuestro caminar fue como de una hora por la mañana, después de un sabroso desayuno, que nos dio fuerzas para emprender esta aventura que nos llevó por paisajes admirables: Senderos rodeados de sembradíos, arboles exhuberantes y un arroyo de aguas cristalinas que seguramente descendían del Volcán. Sentados a la sombra de los árboles y observar lo que la naturaleza regalaba a nuestros ojos fue una magnífica experiencia. Caminamos por la ribera del arroyo hasta donde nuestros recursos físicos nos lo permitían y con el reloj de los rayos del sol, volver sobre nuestros pasos para regresar al hogar que por aquel entonces estaba por Neza.
Por aquellos días nuestros recursos económicos eran precarios mas nuestra vitalidad suplía esta deficiencia por ello nos aventurábamos todos los fines de semana a los lugares de los alrededores de nuestra ciudad. Al final, cansados, agradecíamos la dicha de estar juntos. Nuestras vidas totalmente divergentes tenían por aquellos días esta convergencia gratificante.
Eva, Lupita, Marcela. Los tres nombres convergen en ella.
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